Si nos fijamos con más detalle, en la etiqueta encontraremos información para hacernos una idea del procesamiento que conlleva el alimento elegido o los kilómetros que recorre para llegar a la tienda de la esquina.
En muchos casos se trata de productos transoceánicos. La mayoría se encuentra disponible en nuestro entorno, aunque quizá no durante todo el año ni al precio que deseamos. Aunque sea una paradoja fruto de la globalización, esos productos procedentes de lugares remotos son puestos a la venta con unos precios más asequibles que los cultivados o manufacturados a sólo unos cuantos kilómetros de distancia de nuestro domicilio. Pero hay que recordar que únicamente el coste económico de compra-venta resulta barato. Algo diametralmente distinto a lo que ocurre con el coste medioambiental, que implica un mayor calentamiento global debido al largo proceso que recorre el ciclo de la vida de un alimento, desde que se elabora, cultiva o cría hasta que llega a la mesa de cada consumidor.
Soluciones a la carta
Para paliar en la medida de lo posible este efecto, se proponen distintas soluciones. Una de ellas es la que propugnan los conocidos como «localtarianos» o «locálvoros»: sólo consumir productos locales. Esta decisión evitaría el transporte de larga distancia, con el consiguiente ahorro de emisiones de gases con efecto invernadero.
Otro de los recursos es eliminar un tipo distinto de gases: los procedentes de la ganadería. En concreto, las emisiones de metano del ganado vacuno y las de nitrógeno derivadas del tratamiento del estiércol. A esto habría que sumar el alto grado de contaminación que generan las grandes explotaciones industriales donde se producen lácteos o huevos a un ritmo incesante, empleando de manera intensiva la energía eléctrica. Conviene renunciar también a verduras y frutas cultivadas con el uso de productos químicos y acudir al consumo de productos biológicos o, aún mejor, sembrar nuestro pequeño huerto para autoabastecernos.
De la elección de unos u otros alimentos dependerá en definitiva la emisión de dióxido de carbono. Por si tenemos dudas al respecto, en Estados Unidos, donde ya están muy concienciados de esta realidad, hay sitios Web que disponen de calculadoras alimenticias que nos indican lo profunda que puede llegar a ser la huella ecológica que dejemos a costa de nuestra nutrición. Estos ingenios nos indican numéricamente el CO2 emitido por cada ingrediente. Incluso ya hay cadenas de alimentación que ofrecen dietas bajas en carbono.
Si esto fuera poco, además de los sólidos tenemos que preocuparnos del agua. No se trata ya sólo del mero consumo del líquido elemento, sino del llamado «agua virtual». O dicho de otro modo, el agua que se emplea en conseguir otros productos. Así, a los bienes comestibles tenemos que repercutirle el agua que se gasta en su producción. En el caso de las frutas u hortalizas hay que contabilizar el agua empleada en su riego y también tener en cuenta la que consume el ganado dedicado a alimentación.
En definitiva, se trata de tener presente el tropel de efectos colaterales que nuestras decisiones tienen sobre el medioambiente y tratar de hacer que nuestra dieta sea un delicatessen de la sostenibilidad.
Fuente: blogdemedioambiente.com / ladyverd.com / eatlowcarbon.org / flickr